No es fácil hacer humor. Les confieso que jamás me preparé en ninguna academia, ni siquiera tuve algún maestro que fuera medio chistoso en la escuela. Al contrario, ir a la escuela está preparado para que uno sufra; ni te digo el liceo. Son batallas de supervivencia sin extremos algunos, o vas a salvar o vas a fracasar y empezar a condenarte el futuro adentro de esas cuatro húmedas paredes y sin calefacción en invierno. Al propósito de mi liceo: era discriminatorio. Un poco por una bendita reforma que hizo ampliarlo, y otro poco porque se les antojó; y claro que se les antojó, si unos alumnos tenían que sentarse en esos bancos en los que el propio cacique de la tribu Charrúa intentó cortar para leña, pero estaba tan dura la madera que simplemente los dejó machucados y medios entrecortados; y sobre ellos terminábamos haciendo los escritos, quién no rompió una hoja con tan solo apoyar el lápiz. Claro, tampoco podías apoyar la hoja en una cuadernola porque ya estabas copiando. Eso para mí es falta de profesionalismo, si no querés que copie de la cuadernola, ¡vigilame! Para eso te pagan, éramos 20, no te quejes y ganate el peso. Claro, pero no expliqué porqué era discriminatorio, unos escribíamos sobre madera chamuscada y otros estaban sentados en cómodos asientos recién llegados de la capital o vaya a saber qué planeta donde las personas son todas derechas y pesan y miden lo mismo.
Me fui un poco por las ramas. Jamás tuve una escuela para hacer humor, de hecho mi escuela era lo suficientemente triste como para engendrar toda una generación de abogados, médicos o periodistas deportivos. De paso les aviso que si puede alguien avisarles que ya pasó la fecha de los 125 años, pueden ir sacando esa pancarta.
Insisto, mi escuela supo engendrarme fracasado y ahí creo que se crió el bichito de mi humorada. Después les cuento más sobre eso, háganme acordar; porque les quería decir algo antes, sobre mi fracaso: desde quinto año me hicieron sentir la amargura de la victoria que pudo ser. Hablo sobre la elección de abanderados, no me vengan con que nadie soñó ser uno de los giles que cargan la bandera todo el acto; yo era uno más. No gozaba de popularidad, es cierto, pero contaba con algún que otro amigo como para recibir algún voto (sí, en mi escuela los abanderados se elegían por votación popular de los compañeritos; en la tuya no sé, no soy José Pedro Varela pa’ saber todo). Para llegar a que te voten tenías que ingresar en aquella “lista de honor”, es decir, aquellos alumnos con mejores calificaciones o hijos de maestras en cuestión. El problema aquí fue la inclusión de un “compañero” que se sabía que al año siguiente dejaba la escuela, ¿cuál era el problema? que yo no estaba en la lista, pero era el que ingresaba inmediatamente si alguien faltaba, era el primero de los desgraciados que quedaban afuera, el que por un puntito (u otra cosa) quedó por fuera de la “lista de honor”. Y eso señores fue trampa hacia mi persona, quedé sin la posibilidad de ingresar en aquella lista y por lo menos poder ser votado por una sola persona, pero no terminar siendo el segundo escolta de la tercera bandera (la de los Treinta y Tres); lo que finalmente me tocó ser. Visto con el diario del lunes creo que fue lo mejor que me podría haber pasado (aunque insisto con que fui robado vilmente), porque de permanecer en ese puesto “primero en los desgraciados” me correspondería tener nada más ni nada menos que el honor de llevar delante de los crá de los abanderados, la pancarta con el número de la escuela (ni nombre tenía).
Tuve entonces la fortuna de ser escolta, el último, ese que salía por detrás de todos cuando se retiraban los abanderados y al que todos los padres mirarían como diciendo “mirá, ahí está el gil que salió último en la votación, es el típico bocho pero que los compañeritos no lo quieren”; y nada más errado, lo de bocho digo.
Usted en este momento se estará preguntando qué tiene que ver todo esto en la formación de mi “yo humorista”: en todo, les responderé. Si yo no me río de mí mismo y desde el punto de vista del fracasado, quién más. El día que tengas todas las perdidas que yo tuve, venime a hablar. Muy fácil ser el crá de la escuela, el facha del liceo, el que las sabe todas en la facultad, y el que levanta de a carretillas en los boliches; pero sino tenés perdidas flaco, lo único que podés hacer es contar un chiste que otro haya hecho; otro frustrado como yo.
(Atención: los conceptos anteriormente vertidos son propiedad de quien lo escribió. Por más obviedad que sea estamos en la necesidad de aclararlo: no soy humorista, repito, no soy humorista, lo intento y creo fracasar menos que en todo lo demás; ¿o también? Ta, usted dirá que soy más un irónico que un humorista, bueno; andá a explicarle a las escuelas de standaperos que eso que hacen no se llama humor).
PD: un día fui abanderado, no recuerdo qué pasó pero algo así como una gripe porcina los dejó a casi todos sin ir a dicho acto; claro que de la bendita bandera de los Treinta y Tres. Bueno, no estuvo tan mal, lástima que en mi casa nunca me pudieron comprar esos “guantes de abanderados” blancos, y a mí un poco se me resbalaba el mástil con mis guantes de lana blancos. Otro infortunio fue que no existía la masividad de las cámaras fotográficas que hoy hay; por ende no hay registro alguno de ese día, ni mi viejo me vio, solo mi madre, la que todavía no maneja un celular, menos en esa época una cámara fotográfica.
Una especie de esta porquería podría haber terminado siendo. La suerte estuvo de mi lado, al menos una vez. |