Bueno, terminando las vacaciones de mi cerebro creativo, ése que por las noches ataca una hoja en blanco de Word para escribir cuanta cosa se le pase por las entrañas imaginarias del cerebro, vengo a traerles el último homenaje.
Se trata de un texto muy especial, de un libro -que como casi todos- me regalaron. Y resultó ser un desafío, incursioné en la lectura de alguien que -cuando niño- conocí su voz una noche de verano, cuando dormía en otra habitación de mi casa y en el suelo, porque mi cuarto estaba recién pintado. Dicho sea de paso, la humedad volvió a avanzar hace años ya, y la pintura de esos días resultó ser inútil. Hoy continúo mirando el techo como lo hacía antes, imaginando figuras y reconociendo caras en esos negros diseños sobre la vieja pared blanca.
Pero esa noche fue especial y valió la pena. Prendí la "radio chiquita" y conocí su voz, conocí su sabiduría y disfruté su humor. Hablo de Alejandro Dolina, o como lo concen "el Negro".
El libro se llama "Crónicas del Ángel Gris" y narra historias de barrio, historias del barrio de Flores, su barrio, típicas porteñas y por qué no, muy uruguayas.
Terminando la licencia sin salario vacacional que mi cerebro creativo se tomó, les dejo el último homenaje, un texto que de verdad vale la pena tomarse un tiempo y disfrutarlo:
El ballet en el barrio de Flores
El
bailarín más famoso que existió en el barrio de Flores era un mozo de café. Fue
coreógrafo, director y maestro. Pero siempre debió ganarse la vida en La Perla
de Flores.
Antiguos
parroquianos aún lo recuerda atravesando el local en puntas de pie, cargando la
bandeja como una ofrenda pagana, cayendo de rodillas para agradecer una propina
y saltando sobre las mesas con los brazos en alto, cuando alguien lo llamaba.
Si había poco trabajo, se entretenía en la barra, con un pie en el suelo y otro
sobre el mostrador.
Se
llamaba Aldo Manfredi. En sus modestos comienzos concurría a los asados o a las
fiestas de cumpleaños y esperaba pacientemente. Nunca faltaba el comedido que
lo invitara a mostrar su arte.
-Báilese algo, Manfredi.
Sin
hacerse rogar mucho, el hombre se largaba con su número, ataviado con un
calzoncillo largo y calzando unas viejas y embarradas zapatillas de baile.
Muchas veces era provocado por los borrachos o los pendencieros que se
complacen en hostilizar a los danzarines. Sin dejar de bailar, Manfredi pelaba
un revólver que llevaba siempre en la chaqueta y con desplazamientos de gran
plasticidad daba a entender su resolución de agujerear a quien tuviera ganas de
seguir la broma.
Fuera
por su talento o por su bufoso, lo cierto es que Manfredi era aclamado en todas
partes.
Sin
embargo, su verdadera fama la alcanzó siendo ya hombre maduro, al fundar el
legendario Ballet de Flores, un cuerpo del que surgieron ideas formidables, no
siempre cabalmente apreciadas por el público y la crítica oficial.
Organizaba
espectáculos con el apoyo de los comerciantes de la zona. En ocasiones, los
bailarines lucían inscripciones en su vestuario. Las orquestas eran poco
numerosas. A veces se limitaban a tres guitarristas.
Manfredi
tenía por costumbre ubicarse entre bambalinas para observar de cerca todas las
figuras. Desde allí alentaba a los bailarines y con frecuencia les hacía
oportunas indicaciones. Sus gritos se oían desde la platea.
-¡Más adelante, Pocho,
más adelante…!
-¡Un poco más de gracia,
Carlos, caramba…!
Si
las cosas no marchaban bien, no vacilaba en irrumpir en el escenario para
repdender a los más torpes.
Con
las muchachas era amable y paternal. Pensaba que muchos bailarines aprovechaban
los momentos de más estrecho contacto para propasarse.
-Saque la mano de ahí –gritaba indignado.

Tal
vez por eso evitaba en sus coreografías los amontonamientos promiscuos y los
brazos prolongados.
Pero
el aporte más original de Aldo Manfredi fue –sin duda- su teoría del argumento,
expuesta a través de un breve opúsculo que obligaba a leer a sus alumnos y que –tal
vez- estaba escrito así:
“El baller es un género
muy extraño. Un grupo de personas refiere una historia mediante pasos de baile.
La eficacia narrativa de
este procedimiento es por lo menos dudosa. Así parecen comprenderlo los
comentaristas, quienes suelen explicar minuciosamente el argumento antes del
espectáculo.
Ocurre que un salto en
el aire resulta muchas veces insuficiente para comunicar los sucesos tan
complejos como un desengaño amoroso o la renuncia al trono de Polonia.
Para expresarlo
redondamente: existe la sospecha general de que sin auxilios exteriores nadie sería
capaz de comprender la naturaleza de los episodios que se representan”.
Y
en verdad, Manfredi conocía estas sencillas verdades por propia experiencia.
Varias veces había intentado convertir en ballet libros que leía. Y el público
jamás captaba nada que fuera mucho más allá del título.
En
colaboración con el músico Ives Castagnino, había preparado una versión de los Ensayos de Montaigne. Casi se vuelve
loco tratando de lograr que los bailarines dieran a entender la fugacidad de
las doctrinas científicas, la constancia del afecto de las bestias o el
crecimiento de nuestro deseo ante las dificultades. Y eso, para no mencionar
las abundantes citas de Marcial, Oviedo, Lucrecio, Plinio, Vegecio, Cicerón,
Horacio o Tito Livio, que ni por casualidad eran captadas por los observadores.
Por otra parte, el título Ensayos fue
interpretado equivocadamente por muchas personas, con las consecuencias que el
lector culto ya se irá imaginando. Para remediar estos inconvenientes, Alo Manfredi
inventó su famoso Lenguaje del Ballet o Taquigrafía Bailable. Básicamente
consistía en asignar a cada gesto, a cada paso y a cada figura un significado
permanente. Abrir los brazos indicaba amor, caer en el suelo era la muerte,
recorrer el escenario mirando hacia arriba denotaba la ingenuidad.
Con
el tiempo, la colección de movimientos y conceptos se fue haciendo más amplia.
Veamos:
Sentarse
en el suelo: obcecación, testarudez.
Situarse
a espaldas de otro bailarín: traición.
Saltar
en un pie: renguera.
Golpearse
el pecho: admisión de culpas, remordimiento.
Arrastrar
la panza por el piso: intrigas de palacio.
Girar
el dedo índice en la vecindad de la oreja: locura.
Tambalearse:
ebriedad.
Dar
vueltas carnero: adhesión al idealismo platónico.
Girar
un bailarín alrededor de otro: adhesión a la doctrina heliocéntrica.
Andar
en cuatro patas: instintos bestiales.
Formar
un gran círculo con los dedos índice y pulgar de ambas manos: otro ha tenido
más suerte.
De
todos modos estas claves siempre eran insuficientes y así Manfredi llegó a
concebir un paso diferente de cada palabra, incluyendo pronombres,
preposiciones y conjunciones. El diccionario resultante abarcaba cuatro mil
vocablos con sus correspondientes volteretas.
Conforme
a este método, el Ballet de Flores llegó a estrenar El hombre mediocre de José Ingenieros con música de tangos del
novecientos. La experiencia fue desastrosa. Los bailarines conocían el código
de Manfredi, pero el público no. Además, ocurría algo no previsto. Una frase
bella en el lenguaje escrito correspondía a gestos y evoluciones cuya
combinación resultaba torpe y sin donosura. El coreógrafo quiso ver en esto una
consecuencia de la caprichosa sintaxis de Ingenieros. De cualquier modo, ya
nunca más volvió a insistir con la Taquigrafía Bailable.
Probó
más tarde con la intercalación de Explicadores en la platea. Cada tres o cuatro
asientos, un individuo perfectamente aleccionado comentaba los sucesos del
escenario:
.-Miren, miren… ahí está
el traidor.
-Ah, claro… es que está
soñando…
-Ésa es la hechicera…
Está preparando un filtro mágico para seducir a la princesa.
El
sistema de los Explicadores se hizo insostenible por los altos costos y por el
fastidio del público que reclamaba silencio; aun a riesgo de permanecer en la
ignorancia.
Manfredi
dio un paso más y así nació el Ballet Hablado. Los propios bailarines
proporcionaban información indispensable.
-Soy el gigante del
bosque…
-Gran siete… me muero…
-Al que consiga rescatar
a mi hija de la torre del castillo, le daré mil piezas de oro, le daré…
Los
espectáculos se deslucían a causa de los resoplidos. No es fácil bailar y dar
saltos prodigiosos mientras se recitan parlamentos complicados. Sin embargo, La tragedia de Y, de Ellery Queen, salió
bastante bien.
Manfredi
no sólo buscó ideas nuevas para dar a entender los argumentos. También se
preocupó por incorporar al baile elementos populares y atractivos para que las
muchedumbres se acercaran al arte grande. Influido seguramente por ciertos
artistas del café-concert, resolvió alentar a la participación activa del
público en sus obras. Al principio lo hizo tímidamente; en ciertos pasajes
musicales, el director de la orquesta gritaba:
-A
ver esas palmas…
Después
concibió números donde los artistas bajaban a la platea y allí bailaban.
Finalmente, instruyó a los integrantes del ballet para que obligaran a algunas
señoras a intervenir en la danza. Así, muchas damas respetables eran revoleadas
por el aire por lujuriosos faunos, ante el regocijo de la tertulia y la
indignación de los maridos.
Gracias
a estas innovaciones, la concurrencia creció. Pero la presencia de Manuel
Mandeb, el ruso Salzamán y otros atorrantes del barrio acabó por generar
incidentes gravísimos. Contagiados por el clima participativo, los muchachos
del Ángel Gris subían al escenario y molestaban a las bailarinas mientras
sostenían –a los gritos- la necesidad de bajar al artista de su pedestal.
Adelantándose
a su tiempo, Manfredi montó espectáculos de danza en la calle, que no siempre
encontraron la buena voluntad de los vecinos ni de los conductores de
camionetas. En cambio tuvieron muchísimo éxito sus Tangos con su correspondiente Letra
para Bailar. Habitualmente un ballet de tango se limita a estilizar los
pasos populares. La creación del mozo de La Perla fue una cosa enteramente
distinta.
Se
oía un tango cualquiera con su correspondiente letra. Los bailarines realizaban
entonces pasos y figuras de un clasicismo irreprochable, representando el
argumento del tango. En Mi noche triste
un hombre abandonado recorre su pieza y verifica la desolación de sus
pertenencias, contagiadas de tristeza. Acquaforte
admite innumerables personakes: ancianas floristas, milongueras envejecidas,
vendedores de diarios y libertinos miserables.
Fueron
memorables las versiones de Portero suba
y diga, Por seguidora y por fiel,
Mano cruel y A la luz de un candil.
Aldo
Manfredi era –tal vez sin saberlo- un artista romántico. Creía, como Keats, que
la belleza y la verdad son una misma cosa. Se proponía antes que nada provocar
en lso espectadores aquella suspensión de la incredulidad de la que hablaba
Coleridge. Jamás pudo lograrlo del todo a pesar de sus esfuerzos conmovedores,
o tal vez precisamente a causa de ellos.
Poco
a poco se fue desalentando. Y un día resolvió que el ballet no le servía para
alcanzar sus desmesurados propósitos.
En
los últimos años de su carrera supo integrar un grupo de danzas folklóricas que
ilustraba a golpes de malambo cualquier episodio de la historia argentina
accediendo incluso a los pedidos del público presente.
Un
día salió de gira y ya nadie volvió a verlo. En La Perla de Flores hay ahora
otros mozos que nada saben de bailes clásicos.
Pobre
Manfredi… Buscó milagros por los caminos más racionales. Derrochó su genio
tratando de dar explicaciones. Y no comprendió jamás que el arte es misterioso
y conduce a la emoción antes que al entendimiento.
Bienaventurados
los que han aprendido a llorar sin hacer preguntas.
Un grande Dolina...en radio. Volvé de las vacaciones y dejá de robar que no voy a auspiciarte más sino.
ResponderEliminarQué atrevido.
ResponderEliminarGirar un bailarín alrededor de otro:
ResponderEliminaradhesión a la doctrina heliocéntrica
un idolo
Sutil
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